Lovecraft Country (Parte I)

Por Sergio Monsalve

Lovecraft Country
EE.UU., 2020, 10 episodios de 60′
Creada por Jordan Peele 
Con Jonathan Majors, Jurnee Smollett-Bell, Courtney B. Vance, Michael Kenneth Williams, Aunjanue Ellis, Wunmi Mosaku, Jamie Neumann, Erica Tazel, Mac Brandt, Abbey Lee, Joaquina Kalukango, Alex Collins, Jamie Chung, Jonathon Pawlowski, Olaolu Winfunke, Jordan Patrick Smith, Lucius Baston, Tony Goldwyn, Michael Rose, Kevin Mulhare

Populismo chic

Por Sergio Monsalve

El fantástico tiene escasa proyección en el medio televisivo de Estados Unidos, donde predominan los formatos del drama y la comedia. El género, sin embargo, pudo sobrevivir con dignidad en el milenio, gracias a los empeños de los creadores de Lost y Game of thrones, quienes dominaron el rating con sus versiones posmodernas de las fuentes tradicionales del realismo, la épica y el misterio pulp de La Dimensión Desconocida

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Ante la ausencia del efecto GOT, HBO se aferró al naipe de la representatividad en Watchmen, imprimiéndole un vuelco racial a la historieta original de Alan Moore, con un resultado dispar. La adaptación se consagró en la plataforma del Emmy 2020, logrando su cometido de ser un símbolo del año de la brutalidad policial y la tensión por los derechos civiles. La producción fue objeto de debate encarnizado en redes, por sus decisiones demagógicas de complacer a la incipiente cultura de la inclusión, la cancelación y la corrección política. 

Tras el desenlace de Watchmen, HBO siguió explotando el filón con la propuesta de Lovecraft Country, bajo la supervisión creativa de Jordan Pelle y J.J. Abrahams. La fusión de ambas marcas registradas, con vocación autoral, generó una serie prototípica del momento actual en el mainstream de Norteamérica, ceñido al patrón del nuevo Oscar, la publicidad del Black Lives en la NBA y el clásico espíritu militante de un Spike Lee, dividido entre el pacifismo de Martin Luther King y el belicismo de guerrilla de Las Panteras Negras.

En el medio de todo, el fantástico quiere colarse a la fiesta de Lovecraft Country para buscarse legitimidad cultural como traductor de las luchas contra la segregación y la mentalidad confederada de los estados del sur. Poniendo el tema en el contexto electoral, el populismo chic de la serie gratifica a los votantes progresistas del partido demócrata, en abierta oposición a los defensores de Trump. 

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Basada en la novela de Matt Ruff y en los guiones de Misha Green, la serie cuestiona los orígenes y fines del supremacismo blanco, a través del relato de una américa gótica y siniestra, acechada por espectros y fantasmas del fascismo costumbrista, del integrismo red neck, de un neonazismo latente y decadente de clase alta. 

Los protagonistas atraviesan, en automóvil, un mapa definido por las discriminadoras leyes de Jim Crown en los años cincuenta. En una cafetería, el dependiente se niega a atenderlos como corresponde y pronto son perseguidos por un comité de bienvenida de caucásicos odiosos. 

Nadie desestima la realidad de tales postales. El pasado las instaló en la conciencia culposa de occidente y el presente merece elaborarlas, a fin de superarlas y expurgarlas, permitiendo a cualquier persona el derecho de existir, independientemente de su color de piel. Los mismos espectadores afroamericanos pueden sentirse identificados con los avatares monstruosos de “Lovecraft Country”, encontrando una posible catarsis ante el trauma del video de George Floyd, cuando exclamó “I can’t breathe” al asedio de un grupo de verdugos con uniforme. 

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Así y todo, Lovecraft Country sufre en el proceso de decantar su premisa inicial, durante unos largos capítulos predecibles, redundantes y cansinamente maniqueos. Por tanto, olviden encontrar rasgos de bondad y humanidad en personajes blancos, porque la serie los considera a todos una pandilla de canallas y disfraces de criaturas horrorosas. En su descargo se argumentará una revancha, una venganza semiótica frente a las visiones estereotipadas de la escuela de El nacimiento de una nación. Como crítica, estimo necesario desarrollar personajes reales, en lugar de marionetas de un escenario planificado y pautado para halagar a los miembros de la academia de la temporada de premios.  

Mi experiencia con Lovecraft Country no fue la más grata o emocionante. Disfruté los minutos del cierre del primer episodio, pues la demencia del fantástico volvió a cobrar carta de naturaleza en una pequeña casita del bosque, al estilo Sam Raimi. Locuras así me interesan como receptor de un trabajo fantástico. Luego aprecié el retorno a la aventura de Cazadores del Arca Perdida, con los disparates gore y las berretadas de ocasión.  Ahí descubrí a los juguetones Jordan Pelle y J.J. Abrahams desatados en la producción, sin la obligación y el peso solemne de tocar temas de agenda, de prestigio.  

Por igual, valoro la intención de dotar de grises a los protagonistas, mostrándoles vulnerables y paradójicos, a menudo imperfectos pero interesantes. La serie ha brindado algunas imágenes de impacto, marca HBO. Asesinatos inesperados, nuevas carnes de Cronenberg, transformaciones, cambios de piel y raza, venganzas sádicas a lo Tarantino con tacones de punta. Sin embargo, a la hora de la suma y la resta,  Lovecraft Country nos queda debiendo a los amantes del fantástico a secas, a las audiencias fatigadas del discurso reivindicativo y victimista. 

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