Tres hijos del diablo

Por Fernando Luis Pujato

Tres hijos del diablo  (3 Godfathers)
EE.UU., 1948, 103′
Dirigida por John Ford
Con John Wayne, Pedro Armendariz, Harry Carey Jr., Ward Bond, Mildred Natwick, Mae Marsh, Ben Johnson, Jane Darwell

El milagro del oeste 
(*)

Por Fernando Luis Pujato

Allá donde la moral individual es precaria, sólo la ley puede imponer el orden del bien y el bien del orden. Pero la ley es tanto más injusta en cuanto que pretende garantizar una moral social que ignora los méritos individuales de los que hacen esa sociedad. André Bazin. ¿Qué es el cine?.

Muchas son las películas que han tomado como su tema sustantivo las relaciones entre hombres adultos y un recién nacido, un niño o un adolescente, casi todas variantes más o menos refinadas acerca del aprendizaje práctico moral en el que los varones, en general solteros o separados sin hijos, se ven envueltos para habérselas con alguien no deseado, en general niños rubios, simpáticos y traviesos, y para lo cual la vida los ha preparado muy mal, o no los ha preparado en absoluto. Pero ya lo sabemos, después de unas cuantas situaciones un tanto ridículas -olvidos, pañales y biberones- las cosas se encaminan hacia el final feliz que toda adopción debe tener: los padres sustitutos han terminado por comprender que un niño (ajeno) es lo mejor que les puede haber pasado en sus vidas.

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El único camino que deben transitar los tres personajes del film de John Ford es aquél que los separa de un pozo de agua al otro y de éste hasta la frontera; no hay ninguna lección de vida allí. Y si bien deben confeccionar algo que se parezca a un pañal o a una mamadera, estos saberes prácticos demandan menos tiempo y esfuerzo que extraer agua de los cactus, leer un libro acerca de la crianza de un bebé o atravesar el desierto de a pie. Tampoco hay situaciones equívocas o dilemas morales, ni vías éticas para resolverlas: si se encuentra a una mujer a punto de dar a luz, sola, agonizando en una carreta en el medio del desierto, lo único que se debe hacer es ayudarla a parir y tratar de salvar al niño. Porque éstos, al igual que el Mito de la mujer y el caballo señalados por A. Bazin en su luminoso estudio del western, eran una condición de existencia futura para una sociedad que inevitablemente precisaba de todos aquellos que pudieran ponerse al servicio de la ocupación, conquista y colonización de un territorio tan extenso como inhóspito y salvaje. Y no es una casualidad que  Ford elija a John Wayne como el único que ha de sobrevivir a la casi imposible empresa de salvar una vida, tan urgente como necesaria sin agua, ni alimentos, ni medio de transporte; él es el único no creyente del trío, y hubiera sido muy fácil hacer de esto una cuestión de fe o un mandato divino, o adentrarse en el psicologismo de los personajes, en alguna oculta característica bienhechora que sale a la luz en momentos límite, pero la única forma de proceder ante una promesa o una relación de amistad, es hacer lo imposible por cumplirla y lo posible por honrarla, aunque se juegue la propia vida en ello.

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Lo maravilloso en el film de Ford es insertar un “cuento de navidad” dentro de un western, o utilizar a éste como pretexto para demostrar que los milagros no tiene geografía, género ni edad dentro del cine. Porque así como no nos preguntamos -seamos creyentes o no- si es posible que alguien resucite como en Ordet (2005) de C.T. Dreyer o en Luz silenciosa (2007) de C. Reygadas porque la puesta en escena de ambos films logra que esto resulte totalmente plausible, tampoco es impensable o irreal o fuera de este mundo, que Robert (J. Wayne) llegue a Nueva Jerusalén con Robert William Pedro a salvo. Tal vez las mulas hayan estado justamente allí, en el preciso momento y lugar en que se las necesitaba, tal vez el fantasma animoso de sus dos amigos, los otros padrinos, William y Pedro, que lo impelen a no desfallecer caminando detrás suyo, sea lo verdaderamente real. En todo caso no importa demasiado dilucidar si los milagros son posibles o no, lo verdaderamente importante son las figuras involucradas en ello y las conductas que se desprenden de una situación no tanto impensable como altamente probatoria.

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Robar ganado o asaltar un banco ciertamente son delitos -aunque no tan graves como dinamitar un pozo de agua- pero atravesar un páramo inclemente con una vida entre los brazos, sostener un sombrero por encima de tus fuerzas para procurarle sombra a un moribundo, cantar una canción de cuna, sacrificarse por la vida de los otros o minimizar irrisoriamente una condena carcelaria son la significación de algo que está más allá de la fragilidad “moral individual” de la que hablaba A. Bazin, son la excepción a la regla, por lo tanto la regla misma; al menos en este encantador, comédico y valiente milagro terrenal. O como pasar una feliz navidad en el Oeste.

(*) Publicada previamente en el blog La noche del cazador, Octubre 2014

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