Argentina, 2020, 82′
Dirigida por Rodrigo Caprotti
Con Guillermo Pfening, Elisa Carricajo, Javier Drolas, Marcelo Subiotto, Ailin Salas, Violeta Palukas, Julia Martínez Rubio
Adaptación
En uno de los tantos textos publicados por la Revista del Cine allá por el principio de la cuarentena del 2020, Rafael Fillipelli pensaba la dificultad que muchos escritores consagrados habían tenido en Hollywood para escribir diálogos. Una dificultad que se encuentra en desentender el concepto de adaptación por pensar al cine como un lenguaje dependiente de lo literario. Filipelli ejemplifica con algunos diálogos en donde lo literario se hace presente de una forma tal que anula lo cinematográfico (más claramente: limita la interpretación actoral).
Bahía Blanca, que adapta la novela homónima de Martín Kohan, sufre de esta falta de entendimiento acerca de la diferencia formal entre una imagen sugerida a través de palabras y una imagen mostrada con palabras flotando en su superficie. Porque el problema de la adaptación es siempre el mismo: cómo delimitar un mundo literario a imágenes. Todo se trata en definitiva de poder construir un mundo a través de algunas pistas que la novela dejó. La novela debe quedar enterrada para que la película sobreviva y sea independiente. Cuando la adaptación pareciera no construir con suficiente fuerza determinadas imágenes, o hay conexiones audiovisuales que no terminan de establecer un vínculo, lo que sucede es que uno empieza a pensar como funcionan esas relaciones en la novela. Es decir, la película empieza a sugerir la novela, en lugar de adaptarla.
En una escena particular, que es el gran punto de giro de la película, el protagonista habla con un amigo suyo que hace tiempo que no ve, confesándole un crimen que cometió. En esa escena, se nota particularmente una arritmia narrativa entre los diálogos y el ritmo de las imágenes, pareciera que ese virtuosismo que tiene el personaje para narrar el acontecimiento y las atinadas preguntas de su amigo se vieran limitados por el espacio visual. El diálogo esta constantemente evocando algo que sucedió y que no podemos ver (aunque la película insiste con mostrarnos algunos pedazos en modo de Flashback), pero la forma de encuadrar, el espacio donde sucede el diálogo y la forma de cortar no generan un interés que le de peso presencial a esa narración. Con peso presencial entendemos que en la escena el peso del presente, es decir el peso de lo visual, del momento en que está sucediendo lo que se está narrando, ingrese en el relato y le genere un sentido distinto al relato. De hecho, no hay siquiera alguna variación formal, ningún cambio audiovisual de ningún tipo que atraviese la escena, como si a la película no le hubiera importado realmente la confesión criminal de su protagonista.
No es precisamente que la película no se haya planteado crear imágenes interesantes, sino que en su proceso de adaptación condena a las imágenes a ser un fondo para que una voz literaria narre un suceso. En ese choque entre voz over e imagen se produce una subyugación de la imagen a través de una palabra en lugar de la creación de un nuevo sentido.
Por supuesto, la mejor actriz argentina, Elisa Carricajo, hace que las cosas mejoren un poco.