Una especie de familia

Por Hernán Schell

Una especie de familia
Argentina, 2017, 95′
Dirigida por Diego Lerman
Con Daniel Aráoz, Claudio Tolcachir, Bárbara Lennie, Yanina Avila

Los males del mundo

Por Sebastián Rosal

Elogio de la amabilidad.
En una nota publicada recientemente aquí en Perro Blanco comenté como al pasar algo  relativo al documental y a la ficción. En ese momento no quise detenerme en el asunto porque aquella nota amenazaba con adquirir una extensión elefantiásica, cosa que efectivamente ocurrió, pero tal vez ahora sea el lugar y el momento indicado para hacerlo. Lo que mencionaba allí era que me resultaba casi inevitable sentirme manipulado en cualquier película de ficción, aunque más no fuera en un breve momento. También decía algo así como que no es que esa manipulación no se manifieste en el documental, pero en la ficción adquiere una característica particular, o en todo caso ya no aparece el mundo real como referente directo actuando a la manera de un paraguas protector, o mejor dicho de garantía de que, más allá de la eventual manipulación de turno, algo de la propia realidad se está manifestando por sí misma, irreductible al control que sobre ella se quiera efectuar. Para intentar precisar un poco el asunto, digamos que lo que entiendo aquí como película ficcional, como acepción muy puntual, es grosso modo a aquella que tiene un guion previo al rodaje suficientemente solidificado, poco o nada abierto a la improvisación. Intento ahora expandirme un poco más.

Uedf Malena En El Camino

La manipulación puede asumir tanto las formas de la amabilidad como de la crueldad, y puede aparecer en dos instancias. El primer momento es en el que se entabla entre el director y sus personajes; el segundo, entre la propia película y el espectador, y entre ambas suele haber una relación directa, pero no siempre traspasada en los mismos términos. Un director puede ser amable con sus criaturas (efectivamente, con aquello que el director crea. Ser Dios por un rato es un trabajo de extrema responsabilidad), es decir, puede evitarles males innecesarios, crearles un universo en el que se muevan con cierta comodidad, adornarlos de virtudes, regalarles ocasionalmente, incluso, el don de la felicidad. También, aunque a primera vista suene paradójico, puede ser amable con sus personajes siendo duro con ellos, sometiéndolos a una cadena de avatares, a una serie de dificultades frente a las que parecieran, en primera instancia, no tener la capacidad de superarlas. La amabilidad aquí se manifiesta si es que el director decide imbuirlos de cualidades que en determinada instancia les resultarán útiles, rodearlos de otros personajes que los asistan, establecer alguna especie de salvoconducto que permita que, al final del camino, sus peripecias no hayan sido en vano, operando en ellos algún tipo de transformación que les posibiliten ser distintos, y mejores, de lo que eran al comienzo, transferirles alguna especie de aprendizaje, de nuevos y más eficaces modos de habitar su universo. Ese cambio final, si está bien conducido, suele ser la consecuencia lógica de todos los acontecimientos que se van desarrollando. Es decir, ni más ni menos que los héroes clásicos, por usar un ejemplo canónico (pero no el único), de los que el cine tomó el modelo. Un director puede también ser amable con sus personajes y llegar al mismo final, pero a partir de un punto de partida diametralmente opuesto: aquí, lejos de ser  héroes, son seres que carecen de atributos positivos, pero los acontecimientos a los que se enfrentan, las decisiones que deben tomar, los dilemas morales a los que deben responder finalmente los redimen, les posibilita ver en ellos mismos y en los demás, en el propio mundo, virtudes que hasta entonces estaban ocultas. Aquí el cine opera como acto salvífico, y el director se convierte en un dios justo y bondadoso que acumula dones y los redistribuye. Como mencionaba más arriba, en todos estos casos, casi por traslación directa, por causa y efecto, la amabilidad de la primera instancia se traslada a la segunda, pero no sin el riesgo latente de la hipérbole: el fantasma de la condescendencia, de la demagogia para con el espectador siempre anda por ahí, dando vueltas.

Pero las cosas no siempre son así. Más todavía, pareciera que de manera creciente el maltrato del director y del guion de turno para con sus criaturas es la regla a seguir. Es imposible (y bastante inútil) intentar establecer si esto fue siempre de esta manera o si es una tendencia impuesta en los últimos años, pero con certeza es algo que persiste con la insistencia de un vicio mal habido. Pueden haber matices, pequeños rayos de luz que actúen como antídotos parciales, pero la idea de fondo siempre es la misma: el mundo como lugar lóbrego, el fatalismo de la maldad humana, la piedad como bien escaso, casi en vías de extinción, el cine como “una réplica aplicada de las penurias de la vida”, según escribió el amigo Obarrio en su cobertura de Venecia. No es extraño, en absoluto, que este cine esté embadurnado de buenas intenciones, que el Tema (así, con mayúsculas) que trate concite adhesiones mayoritarias, en especial de las buenas conciencias. También es cierto que casi irreversiblemente esa bondad explícita del tema termina tapando, invisibilizando sus modos, y entonces surgen esas películas que fastidian, que son pegajosas, pero en las que sin embargo el vale todo que se construye al interior de la obra queda subsumido, por alguna misteriosa razón, en la denuncia de cierto estado del mundo. No estoy diciendo nada nuevo: Rivette primero y un tal Daney después escribieron líneas fundacionales al respecto. Y aclaro que no menciono ningún aspecto referido a las formas del cine. De ser así, habría que preguntarse las razones por las cuales todas estas películas de denuncia terminan adoptando casi invariablemente las maneras más rancias y conservadoras. Pero aunque de esto se viene hablando hace décadas, este tipo de cine sigue vivo e infectando, sigue concitando una serie de favores por parte de los propios directores y guionistas que resulta incomprensible, aunque no más que los de cierta crítica de cine, programadores, jurados, productores y el propio público.

Ya es hora de hablar de Una especie de familia.

Una sucesión de eventos desafortunados

Malena es una doctora de alguna gran ciudad que se traslada a un pequeño pueblo semirural en el que una joven está por parir. El bebé le va a ser dado en adopción, pero antes que ello efectivamente ocurra las cosas se complican de manera creciente y exponencial. La familia arguye un accidente improbable del padre del bebé en Brasil para cobrar un dinero no previsto; el esposo de Malena, ausente, no aprueba el pago ni quiere acompañarla en su odisea; el director de la clínica juega un papel ambiguo en el asunto, que oscila entre la ayuda a Malena y un nunca develado interés económico propio; las instituciones y las personas (la clínica, la partera, el Registro de las Personas, los abogados), frente al tráfico ilegal de recién nacidos actúan haciendo la vista gorda y falseando la ley, aprovechando la necesidad de los pobres. Pero no solo eso: en este infierno ineludible y sin pausas no van a faltar un choque con el auto, ni un operativo policial con prisión incluida, ni siquiera el ataque de una nube de langostas. En el punto más bajo, Malena y su esposo, quien finalmente decide estar con ella, discuten sobre el pasado, revelando la historia del bebé de ambos que nació muerto.

Una Especie De Familia 2

Uno podría decir que el mundo es así, y que eso no es responsabilidad de la película. Una especie de familia no tiene porqué convertirse en un cuento rosa, ni en una fábula que destile felicidad allí donde parece escasear. El problema es que la sucesión de infortunios puestos allí a fuerza de ramalazos de guión no deja escapatoria alguna, y a Malena ni siquiera se le concede ni un atisbo de templanza en la tormenta. Tal vez ninguna iniquidad sea mayor que ver que frente a la sucesión de desastres su deseo de maternidad deviene desesperación por lo menos, cuando no histeria. No es que la película no sume algún mérito. La actriz española que interpreta a Malena lleva adelante su tour de force realmente bien, no menos que el resto del elenco. Hay un uso de los colores, de la luz, que demuestra haber sido pensado para lograr efectos dramáticos. Gran parte del cine argentino contemporáneo llegó a un standard productivo que asegura todos esos aspectos. Pero a este tipo de comentarios fatigados la crítica debería obviarlos, no debería convertirse en una especie de Dr. Frankestein que revive cadáveres a partir del análisis burocrático de una sumatoria de aspectos técnicos.

Un último dato: hasta allí la acción transcurre en un espacio geográfico al que varios indicios llevan a pensar que es Misiones: la vegetación exuberante, el calor, la tierra colorada, personas con rasgos centroeuropeos, bailes y vestimentas típicos de esa zona del mundo que aparecen fugazmente en algún ensayo tras una ventana. Hacia el final, Malena sale a la ruta en busca de Marcela, la madre biológica del bebé.  Conduce durante cierta parte de la noche, duerme dentro de su auto al costado del camino, finalmente llega a la casa que estaba buscando. Ésta se encuentra, literalmente, allí donde un desierto parece comenzar, pero la llegada al hogar de Marcela indica que no puede ser lejos de los lugares donde se desarrolló la acción. Después los créditos finales confirmarán que fue rodada en Misiones y en Catamarca. Está claro que ni ésta ni ninguna película tienen la obligación de ser la transcripción fidedigna de una geografía precisa. Pero es sintomático de la arbitrariedad de las acciones, de una narración que acumula golpes de efecto allí donde la propia historia no consigue articular un crescendo dramático que se desarrolle por su propio peso. Es por eso que con una lógica inexorable, a la película no le sale ni siquiera el tiro del final, el gesto con el que se cierra la historia: la actitud de Malena en ese momento no se condice con su comportamiento anterior, y lo suyo más que un gesto de desprendimiento parece una imposición introducida desde fuera. Venganza, si se quiere, pero no poética, como si en ese último instante el personaje le negara al guion su redención, en pago por todo el maltrato recibido. Extraña paradoja la de películas así: denuncian los males del mundo, pero su presencia en él lo convierten en un lugar apenas peor.

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