Elle: Abuso y seducción

Por Federico Karstulovich

Elle. Abuso y seducción (Elle)

Francia, 2016, 130’
Director: Paul Verhoeven
Con Isabelle HuppertLaurent LafitteAnne ConsignyCharles BerlingVirginie EfiraJudith MagreChristian BerkelJonas BloquetAlice IsaazVimala PonsRaphaël LengletArthur MazetLucas PrisorHugo ConzelmannStéphane Bak

Ni una (libertad) menos

Por Federico Karstulovich

Hay pocas cosas tan perturbadoras y peligrosas como alguien idealmente bueno. La bondad (al menos como ideal, es decir como fanatismo por la abstracción y no como experiencia humana y contradictoria) es ajena al sentido del humor, precisamente porque está exenta de malicia. Digo que es perturbador porque la bondad idealista esconde el carnet de ingreso al club de la corrección política (CCP, que hoy es más un continente antes que un club). El CCP es un espacio gerenciado por los comisarios de la moral ideológica, que en el fondo son burócratas de la discursividad humana, de sus formas y contenidos. ¿Qué hacen los comisarios de la moral? En pos de un presunto acto de bien (y la corrección política), y la aceptación de un discurso promovido como si de un consenso colectivo se tratara, ejercen una insistente regulación de la conducta ajena. El resultado no es otro sino el de la desindividuación y deshumanización, en tanto se termina construyendo un mundo ausente de contradicciones, falto de humor y ausente de malicia.

Verhoeven -que es viejo, que es zorro y que tiene malicia, sentido del humor y unos pulmones llenos de libertad- sabe que esos condicionamientos de la corrección política son los nuevos reguladores victorianos de la conducta contemporánea, aún en culturas cosmopolitas, sofisticadas y sensibles.

Y como tiene los pies bien plantados en una obra personalísima que hace del sexo, la violencia y el ataque a la moral biempensante, un cine vigoroso, fisicoculturista, donde cada parte del cuerpo exhibido sea un grupo muscular que desconocíamos, Verhoeven hace docencia desde la pragmática. Así es como desmiembra el cuerpo que va a trabajar, pero no espera que el cuerpo esté muerto (y seguro, sin peligros implicados).En vez de eso Verhoeven trabaja con cuerpos vivos, con intereses, con poderes inmanentes, ausentes de esa corrección política que regula comportamientos.

Elle despliega (como su protagonista homónima) todas sus armas como si hubiéramos abierto el cesto de mimbre y de ese interior comenzaran a brotar decenas de víboras ponzoñosas. Porque, en efecto, la película de Verhoeven es eso: una suelta de víboras cargadas de libertad y preparadas para inocularnos el veneno de la incorrección política en medio de tanto puritanismo progresista. Esto se debe a que Verhoeven entendió que la avanzada neopuritana no tiene cara de Juez Hawthorne ni precisa de una casa de brujas en Salem, justamente porque entendió que la persecución no es explícita y promovida desde la moral conservadora, controladora y tradicionalista, sino desde la moral progresista, autorepresiva y censora de la corrección política

El centro de este milagro circula en torno a varios núcleos duros que se intersectan. Veamos:
El primero es el del cuestionamiento de la figura de la mujer como víctima de la sociedad patriarcal (y no como víctima y victimario a la vez, lo que convierte al personaje de Isabelle Huppert en uno de los personajes más intrincados, perversos y complejos que haya entregado el cine en los últimos 100 años).
El segundo cuestionamiento está en la necesidad de la justificación de la violencia y el sadismo (frente a los cuales abre un pozo sin fondo de misterios que relativiza cualquier psicologismo barato: a veces la violencia, el sadismo y el deseo van de la mano sin demasiadas explicaciones) y su relación con el sexo.

El tercer cuestionamiento radica en una crítica hacia la corrección política y a la sobreactuación del discurso feminista de la tercer generación (en cuyo centro está la paradoja fundante: un discurso que llevado a sus extremos se aleja por completo de la realidad material y se acerca a un ideal paranoico: la demanda de igualdad termina generando fantasmas más allá de las causas concretas que reclama).

Al igual que  Gone girl (David Fincher, 2014), otra gran película sobre la fabulación del lugar de víctima como estrategia de validación discursiva en un mundo machista, la forma de Elle de intersectar los tres ejes se sustenta en poner el centro del relato en la estructura argumental de la mentira. ¿Esto niega la condición de víctima de sus protagonistas? No, para nada, pero como en Emma Zunz de Jorge Luis Borges, la estructura modélica de la mentira hace de la víctima un jugador con dos caras: una caliente, que nos llama a la empatía y una helada, que se deriva de la manipulación, del resentimiento, de la venganza, que es puramente antipática.
Verhoeven sabe qué cuerdas tocar para molestar al comisariado moral, precisamente porque es un hombre cuyas libertades nada tienen que ver con el mundo conservador y sus tradiciones pero tampoco con el progresismo falopa y su neopuritanismo. Lo de Verhoeven es honestidad intelectual, inteligencia y sensibilidad para encontrar en un mundo chato toda una variedad de matices y horrores, que nos devuelve a los espectadores una versión de mundo mucho más difícil de elaborar y tolerar (por eso la película del holandés no indigna, sino que se queda impregnada e incomoda).
A su vez, el comisariado moral que rodeó a la película es profundamente reaccionario y autoritario en sus lecturas. La película fue acusada de machista, de misógina, fue descripta como una apología de la violación y la violencia contra la mujer. Nada más lejano a eso: Elle piensa al poder como un ejercicio de tensiones y no como un peligro abstracto en donde las relaciones de poder son siempre ejercicios asimétricos. Frente a la libertad que ostenta la película al configurar personajes con dobles, triples, cuádruples capas, la única defensa que puede esgrimir el comisariado moral es la de las ideas salvadoras de base: axiomas, dogmas, máximas, principios innegociables, todas y cada una de ellas son una suerte de antídoto contra el espanto que les genera la historia y la pragmática con sus dobleces: la materialidad contradictoria de la vida como un hecho central del mundo del cine de Verhoeven pero ajeno al mundo maniqueo de víctimas y victimarios.

Frente al imperio de la corrección política se nos somete formalmente a un ejercicio de sadismo duplicado, similar al que ocurriera con It follows y con Caché: luego de la violación inicial la película nos somete a asumir una focalización en su protagonista. Pero lo hace desde un ejercicio paranoico doble: por un lado nos muestra el mundo que la rodea desde una puesta que hace prevalecer la cámara en mano, como si el registro fuese un potencial atacante más. A su vez, lo hace haciendo prevalecer la profundidad de campo y los contraplanos casi escondidos detrás de ventanas, paredes, ligustrinas, carentes de identidad visible. El resultado es el del sadismo como práctica cinematográfica a la vez que el masoquismo como ejercicio de poder de parte de la víctima. Esa intersección es una de las cosas más retorcidas que pueden sucederle a un espectador.

Hay, entonces, una plena conciencia cinematográfica de uno de los lastres de la corrección política progresista a la que Elle ataca. Verhoeven sabe que ese credo intelectual tiende a construir nominalizaciones sin sujeto (“la culpa es del patriarcado”), que se oyen bien, que dan cuenta de un horizonte válido pero que no asignan un destinatario visible o adecuado, sencillamente porque el destino está en “el sistema”, acaso una de las figuras más despolitizadas de los malos lectores de la tradición marxista-foucaultiana. Esa ausencia de sujeto, esa despolitización del reclamo se vuelve carne cinematográfica en los procedimientos de puesta de cámara, de movimiento y de trabajo sobre la profundidad de campo. O al menos eso hace la película hasta cierto momento (que no voy a spoilearles).

Frente a los consensos inmediatos, mayoritarios, frente a la unanimidad del repudio compartido contra un ente abstracto, el holandés errante nos restituye a un mundo de disensos, de individuos y de matices que abren espacios de no pertenencia, en los que la indignación se vuelve imposible.

Por otro lado, si la corrección política carece de sentido del humor, Elle reconoce en las formas humorísticas de la disidencia individual (con un humor que resuena en el cine de Buñuel) a la mejor tradición ironista, tradición que enfrenta a cualquier discurso que presuma discusiones con el poder cuando en el fondo es funcional a él y a sus manipulaciones despolitizadas.

Elle es hoy un antidoto necesario contra los consensos inmediatos, contra las causas obvias, contra los nuevos bárbaros, contra la homogeneidad sin dobleces y contra la indignación fácil. El resultado es una obra maestra que nos recuerda que ser libres suele ser mucho más difícil que ser correctos, porque a veces la libertad hace que uno se quede solo.

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