Dossier Estudio Ghibli (XX): Susurros del corazón

Por Diego Maté

Susurros del corazón (Mimi wo sumaseba) 
Japón, 1995, 111′
Dirigida por Yoshifumi Kondô

El viento nos llevará

Por Diego Maté

Las películas de Miyazaki están organizadas por una misma operación: el protagonista y el espectador descubren un universo prodigioso con reglas propias que deben aprenderse para escapar y retornar al mundo conocido. Susurros del corazón, dirigida por Yoshifumi Kondō y escrita por Miyazaki, introduce una variación: Kondō, que murió en 1998, debía creer que la vida de este lado tiene ya dificultades suficientes como para andar inventando reinos imaginarios y, en consecuencia, propone buscar lo maravilloso en los intersticios de todos los días. El coming of age seguramente sea el dispositivo que mejor y más frecuentemente le permitió al cine japonés (animado y del otro) observar el tránsito de sus protagonistas por rituales singulares: el salto de nivel educativo y las largas horas de estudio, el descubrimiento de una vocación negociada con el mandato de la familia, el ingreso a un mundo adulto con jerarquías férreas.

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A diferencia de la mayoría de las películas de Ghibli, Susurros del corazón entiende que es en esos quiebres y pasajes donde hay que buscar lo prodigioso: en los viajes en tren, en un almuerzo junto a amigas en la enfermería bajo la supervisión de una adulta cómplice, en las noches dedicadas a un proyecto personal, en un gato gordo que camina con una displicencia magnífica por una reja mientras provoca a un perro. Como siempre, gatos: seres del bien que en la constelación de Ghibli abren puertas y ventanas a aventuras en mundos fantásticos, acá funcionan sugieren un pasaje a lo extraordinario cuando en verdad guían el camino hacia lo maravilloso que anida en las cosas comunes. Cosas como una estatuilla de un gato al que llaman Barón, un objeto que se carga de sentido en cuestión de segundos y al que, como Shizuku, no podemos dejar de mirar.

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La historia avanza por los canales esperados: hay un romance adolescente, un drama familiar y una búsqueda personal. Pero todo se resuelve con economía y candidez, hawksianamente: por ejemplo, la protagonista va contra los deseos de su familia y los padres la escuchan, alertan y aconsejan en apenas un par de líneas de diálogo. Las hermanas tienen una pelea terrible, pero el padre llega del trabajo y la zanja con apenas unas palabras dichas en voz baja. El padre es un bibliotecario gris que se ocupa de sus asuntos y al que la película casi no presta atención. Pero cuando discuten las hermanas, una escena casi imperceptible condensa la idea del cine que se hacía Kondō: mientras la discusión sigue en el off, se muestra al hombre llegar del trabajo y estacionar la bicicleta. Sube la escalera despacio y se detiene en el descanso: está cediendo el paso a una mujer mayor que baja. Espera a que pase y, sin apuro, sube él con un gesto que sugiere un cansancio no exento de placidez. Esos planos no desempeñan ninguna función narrativa, pero en el sistema diseñado por el director deben hacer surgir del sitio menos esperado una maravilla imprevista, la de ese hombre común y sin atributos que vuelve de noche a su casa. Una de sus hijas se va a vivir sola, la otra está por entrar en la secundaria y la esposa se dedica incansablemente a estudiar; el tiempo pasa para él también. 

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Shizuku se mata por encontrar algo parecido a una vocación y, cuando parece que finalmente lo tiene, llora de alegría y promete mejorar. Es un momento poco interesante que cierra la última parte de la película, la más tosca y que carece del encanto irrefrenable de la primera mitad. Mientras la protagonista está desbordada por las emociones, el gato, que no posee una residencia ni un nombre fijo y vive donde tiene ganas, le camina por al lado, se echa en el piso, se queda dormido. El contrapunto es extraordinario. Ghibli se reinventa: ese felino gordo y somnoliento es como una música del mundo que discurre imperturbable su melodía. La famosa magia ghibliana en su versión más elemental: un tiempo que pasa y nos lleva. 

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