#DossierMonteHellman : Las road movies. Cockfighter

Por Diego Maté

Antes del atardecer

Antes de desaparecer del todo, el western proveyó un mapa emocional en el que los directores del New Hollywood pudieron trazar sus películas confiándolas a la eficacia de una cartografía afectiva que cualquier espectador de la época comprendía y apreciaba. Después de dos westerns y de Two Lane Blacktop, que retiene en el presente su cifra misteriosa, Monte Hellman hizo Cockfighter, adaptación de una novela de Charles Willeford, que además escribió el guion y tiene un personaje encantador. La película es la historia de Frank, un tipo que vive o trata de vivir de la pelea de gallos. El tema es el de siempre: un perdedor que enfrenta derrota tras derrota y tiene que empezar de nuevo. Pero a Hellman no le interesa el culto al perdedor que era el santo y seña del momento, basta de graduados con daddy issues, de motoqueros cavilantes, de ladrones de bancos con ínfulas existenciales, de resentidos nicholsonianos que sobrectúan su propia locura. Basta, denme a un hombre quebrado pero entero, que no busque la lástima de los demás personajes (mucho menos la mía), que no dedique diálogos a explicar sus problemas, que no parlotee sobre el estado del mundo. Así nace Frank, hecho del barro de un cine pretérito, moldeado a la medida del héroe clásico, tocado con el aire duro y levemente sombrío de los cowboys de John Wayne o de cualquier personaje de Gary Cooper. Este hombre prototípico es encarnado por el bueno de Warren Oates, especialista en fracasados de mirada cálida y corazón noble, uno de los actores más impresionantes de la década, el talento eternamente disimulado detrás de los Hoffmans, los Redfords, los Nicholsons y los Pacinos de la vida.

Frank apuesta todo en una pelea con un viejo amigo y pierde. Acto seguido, en cuestión de segundos, honra su palabra (muda) y le hace entrega al ganador de lo acordado: la poca plata que le queda, la cosa rodante en la que vive y la chica que lo acompaña, que primero protesta pero después se acomoda a la nueva situación, tal vez porque el contrato anterior tampoco era la gran cosa y de algo hay que vivir. El escenario es el sur rural, un rejunte de bolsones de pobreza y atraso donde campesinos toscos y algún que otro citadino avivado buscan una prosperidad elusiva con deportes salvajes como el cockfighting, un poco porque eso es lo único de lo que entienden, de las minucias requeridas para el arte milimétrico de criar y preparar un animal asesino, y otro poco porque algo esa carnicería pareciera condensar un placer primitivo que los hace olvidarse por un rato del mundo que les toca en suerte; el gusto por la sangre como fuga hacia otra cosa. Estamos en el sur, entonces, pero debajo del drama de Frank palpita la vena gruesa del western, del cowboy que pierde su caravana y su mujer y se repliega en el desierto para limpiar el revólver, afinar la puntería y volver en algún momento al saloon o a la comisaría listo para enfrentar su destino. El propio Willeford dice de su novela que tiene la estructura de la Odisea, y sabemos que el western toma sus motivos de los relatos clásicos con sus trayectorias y conflictos y arquetipos. Hellman invoca así varios milenios de cultura, relatos y luchas vitales para hacerle frente a los complejos de moda que campean en el cine de esos años. Menos traumas familiares y más mito del héroe.

La Ítaca de Frank no existe, pero el tipo igual viaja, siempre está volviendo: su nuevo emprendimiento de gallos funciona, gana torneos, hace una buena plata, consigue nuevos socios. Y siempre callado, el silencio como pena eterna por haber sido un bocón en el pasado, adoptar la mudez pero sin cortarse la lengua como Luppi (mejor la metáfora). Para Frank también es tiempo de revancha, de recuperar el honor perdido y cobrársela a su antiguo enemigo, pero tampoco hay que exagerar: alrededor del protagonista y del mundo de la pelea de gallos Hellman encuentra un sistema social con reglas claras que lubrican las diferencias entre los hombres, la mayoría sureños del campo que mantienen unos con otros un tácito código de caballeros, como si la pelea a muerte entre los animalitos desempeñara la función ritual de condensar los rencores humanos y liberara así a los asistentes de cualquier mala predisposición. El caso es que lo de Frank y Jack (impresionante Harry Dean-Stanton, un poco sucio, con el pelo sin lavar, reptiliano pero nunca traicionero) tampoco es una rivalidad irreconciliable, incluso después del cambio de manos de dinero, trailer y hembra los dos cultivan una camaradería sin dobleces, una amistad discreta. De nuevo, el western, Montgomery Clift y Jonh Wayne a las piñas en Río Rojo olvidando una hora y media de persecuciones, juramentos y tiros con apenas un baldazo de agua, etc.

¿Y qué hay de las peleas, del ring, del pesaje, los árbitros, las reglas, la compra y venta, las apuestas, las peleas clandestinas? (no recuerdo haber visto otra película sobre el tema excepto No fear, no die, de Claire Denis con sus negros taciturnos). El director observa ese mundo con el suficiente descuido como para mostrarlo todo y seguir narrando sin preocuparse por la coherencia o la precisión: esos recaudos se los deja a las películas de guión, a los dramaturgos que llevan al cine el mal teatro, a películas como Quién le teme a Virginia Wolf, películas muertas sin tiempo para mirar a su alrededor que se van todas en traficar uno o dos tics de moda que el espectador más despistado reconocerá como signo de distinción cultural. Acá estamos haciendo otra cosa, dice Hellman, mientras se rompe la cabeza pensando cómo filmar las peleas, los gallos sanguinolentos, los picos rotos o los containers de basura donde los entrenadores arrojan a los peleadores destrozados. No tengo tiempo de ocuparme de esas pelotudeces, sigue despotricando Hellman, si tengo que mostrar cómo Warren Oates, para cerrar una discusión con sus nuevos colaboradores, le corta la cabeza a un gallo vivo en plano que había ganado un par de peleas amateur pero, sabe Frank, eventualmente perdería en cualquier liga por el tamaño de los talones. 
Mientras la intelligentsia del New Hollywood medraba con las películas independientes que tenían a gente como uno, parece que a Cockfighter le fue mal, que Corman dijo que fue la única película de toda la década con la que perdió plata, que la reeditaron y estrenaron con tres títulos diferentes, y que se trató de un fracaso incluso para una carrera dispar y accidentada como la de Hellman.

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