Mata seca en llamas

Por Diego Maté

Mato seco em chamas
Brasil, 2022, 153′
Dirigida por Adirley Queirós & Joana Pimenta
Con Joana Darc, Léa Alves, Andreia Vieira, Débora Alencar, Gleide Firmino

Una banda de chicas

En una Brasilia incierta, un puñado de mujeres administra un pozo de extracción de petróleo que alimenta el mercado ilegal de combustible del lugar. Ese sistema clandestino, sostenido por los grupos motoqueros de la zona, es otro de los varios canales con los que los habitantes de la favela Sol Nascente resisten los embates de un país distópico que, sugieren Adirley Queirós y Joana Pimenta, es nada menos que el Brasil actual. Se trata del mismo gesto de Érase una vez Brasilia, de Queirós, donde la ciencia-ficción trazaba un horizonte estético que le permitía al director disponer los signos de una catástrofe presente, tangible, cercana. Mata seca en llamas tiene el mismo dispositivo narrativo: las convenciones de la ciencia-ficción sobre el fin del mundo y la disolución de los lazos sociales son adaptadas al paisaje de la favela y sus zonas suburbanas, donde la aglomeración de la ciudad deja paso a los descampados y anuncia alguna suerte de frontera, de territorio límite. Lo que Queirós y Pimenta encuentran en ese lugar es extraordinario: las personas y los espacios de Sol Nascente parecen pertenecer plenamente a alguna vieja película distópica. Los rostros exhiben el agotamiento de la supervivencia diaria; las casas precarias, los peligros de la calle y los asentamientos asemejan los últimos restos de una civilización en repliegue. Es ese juego con las previsibilidades del género lo que nutre la película: no pensar la ciencia-ficción como aparato ficcional para hablar de las miserias contemporáneas, sino salir a buscar los atisbos del apocalipsis en el mundo de todos los días.

El éxito en festivales y críticas de Érase una vez Brasilia primero, y Mata seca en llamas ahora, hay que rastrearlo especialmente en el programa político de los directores. Queirós y Pimenta filman siguiendo un esquema ideológico cuya explicitud no rehuye maniqueísmos, sino que más bien los persigue. En las dos películas, los desposeídos se organizan para defenderse de los golpes de un sistema brutal encarnado en la policía, los militares paraestatales y, también, en la figura de Jair Bolsonaro. La oposición entre la población empujada a los confines de la supervivencia y un puñado de poderosos que medran sobre envilecimiento de la mayoría, tema por excelencia de los relatos distópicos, es reconvertido sumariamente al Brasil actual bajo las coordenadas de una crítica de izquierda. La película se transfunde así con la vitalidad arrolladora del cine de Glauber Rocha: los pobres, los presos, los asesinos, los desarrapados, la escoria de la sociedad pasa a ser la depositaria de una energía revolucionaria (una de las protagonistas es candidata a diputada por el PPP, el Partido Popular de los Presos). Los pobres se organizan en la clandestinidad contra los brazos del Estado, pero sobre todo contra una ola silenciosa que amenaza su subsistencia y que la película identifica con Bolsonaro y sus seguidores. En este sentido, hay una escena algo revulsiva en la que Queirós y Pimenta filman una manifestación bolsonarista: ese fragmento documental, dentro del marco de la película, funciona como una denuncia abierta contra los simpatizantes, muchos de los cuales llevan remeras con estampados de armas o con consignas nacionalistas y religiosas. Algo parecido sucede en el final de Adiós a la memoria, de Nicolás Prividera, cuando se filma una marcha de apoyo a Cambiemos y la película hace lo imposible por asociar a los manifestantes con la policía, mostrándolos subidos al mirador de 9 de Julio situado sobre una oficia de la Policía de la Ciudad. La decisión de señalar públicamente a manifestantes reales es una licencia ética que resultaría inconcebible en una película de otro signo político

Ese esquematismo ideológico fue, curiosamente (o no), una de las cosas más celebradas por la crítica, al punto que el trabajo con las texturas de la ciencia-ficción y con los materiales (cotidianos, casi documentales) que posibilitan su despliegue fueron vistos apenas como un insumo para el comentario político. Hay otros guiños un poco complacientes sobre el rol de la  mujer que responden a la sensibilidad de la época: las protagonistas son fuertes, tienen ideas claras sobre el mundo y el cambio, se sobreponen al dominio de los hombres (imponen condiciones a los motoqueros) y mantienen una pequeña comunidad capaz de subsistir sin presencia masculina alguna. Lo que en otro momento, hace décadas, hubiera constituido algo parecido a un gesto anarquista con base en el feminismo, hoy se siente apenas como una conversación con los lugares comunes de la época. 
De todas formas, parece claro que la película tiene una vida más allá de esos signos de pertenencia identitarios. Las no-actrices que llevan adelante la película manejan el rostro y el cuerpo reconcentrando la mirada y los movimientos como si las escenas consistieran en una acumulación permanente de tensión. Los directores filman a las personas y los espacios con un preciosismo que revitaliza las imágenes y las aleja de cualquier pobrismo al uso: el gusto por el artificio, por el plano bien compuesto, sumado a los diálogos que oscilan entre el naturalismo y las convenciones del género, hacen pensar en un western mirado desde el cine de Pedro Costa, sobre todo en los momentos nocturnos y en lugares cerrados. El retrato de seres marginales y la urgencia del comentario político, podrían decir Pimenta y Queirós, nunca serán excusas para el descuido de las palabras o la pereza visual. La energía de las escenas más explícitamente partidarias desborda casi siempre la presentación de las consignas, como cuando Andreia Vieira, secundada por compañeras y una corte de motoqueros, hace campaña como diputada: la caravana, un poco a lo Mad Max, recorre las calles céntricas de la favela ante la mirada atónita de los vecinos. Andreia, encendida con una intensidad infrecuente, grita y vocifera proclamas que la vuelven el polo atractor de los planos, como si de a ratos el ideario político fuera fagocitado por la potencia de las imágenes y los gestos.

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