#Polémica – El Bar (a favor)

Por Federico Karstulovich

El Bar
España-Argentina, 2017, 102′
Dirigida por Álex de la Iglesia.
Con Mario Casas, Blanca Suárez, Carmen Machi, Terele Pávez, Secun de la Rosa, Jaime Ordoñez y Alejandro Awada.

La crueldad, el canon y la corrección política

Por Fernando Juan Lima

Durante la muy reciente cobertura que realicé del Festival de Cine de Cannes hace bien poco en la páginas de Perro blanco, destaqué la sorpresa (y el desagrado) en relación con el avance de cierta tendencia a la que identificaba como “cine de la crueldad”. Algo que tendría que ver con un implícito consenso en virtud del cual asomarse a lo más oscuro del espíritu humano implica per se elevar a la película en cuestión a la prestigiosa categoría “de Arte y Ensayo” (permítanme las irónicas mayúsculas).

Vuelvo a leer las páginas de mi diario. La primera tentación es la de reiterar la aclaración: se trataba de eso, de un diario; por lo tanto urgente, visceral, en gran medida desprolijo. Disculpas al margen, creo que el estreno de El bar, de Álex de la Iglesia supone una buena oportunidad (que no una excusa) para volver sobre algunas ideas. Y es que me preocupa el consenso generalizado en torno a que esta 70° edición del Festival de Cannes importó la consagración canónica de aquel “cine de la crueldad”. Desconfío de las unanimidades y los aparentes consensos. Creo que debemos seguir pensando individualmente las cosas, resistiendo la fuerza de oleajes y mareas que nos empujan y nos llevan a sentirnos en falta sin no participamos de ellas.  

Álex de la Iglesia ha sabido incomodar desde sus inicios a los amantes de las clasificaciones y los compartimentos estancos. En tiempos en los que la crítica parece más afecta a las listas y a los puntajes que a las argumentaciones, el director vasco que comenzó su carrera en el largometraje con la muy inspirada Acción Mutante, es demasiado guarro para ser mainstream, coqueteó con el establishment de un modo que hace poco tolerable su permanencia en la clase B y refiere en exceso a la política como para aceptar que lo suyo es sólo entretenimiento.

En la filmografía de Álex de la Iglesia EL MAL (CON MAYÚSCULAS) ha estado, de alguna manera, siempre presente. Recorramos los títulos: Acción mutante (1993), El día de la bestia (1995), Perdita Durango (1997), Muertos de risa (1999), La comunidad (2000), 800 balas (2002), Crimen ferpecto (2004), Los crímenes de Oxford (2008), Balada triste de trompeta (2010), La chispa de la vida (2011), Las brujas (2013), Mi gran noche (2015)… y eso de “…de alguna manera…” podría dejarse de lado. La violencia y cierta misantropía también lo han estado. Pero en su caso, ello no tiene que ver con una ontológica aversión al ser humano sino con el gracejo que se transforma en esperpento cuando la lupa se posa en su propio ser (debe leerse el texto en bastardilla la con un claro acento en “lo español”, claro está).

Así, estos personajes que se encuentran ¿por azar? encerrados en un bar mientras en el exterior (a donde no pueden acceder en virtud de que, por una razón que desconocen, ello implica que serán acribillados a balazos) algún tipo de catástrofe ha sucedido, son el vehículo perfecto para una escalada de paranoia y atávico individualismo. Desde lo formal, sorprenden (y molestan un poco) los sucesivos fundidos a negro, que puntúan los capítulos, casi como esperando el corte comercial (recordemos que don Álex también ha sabido trabajar para televisión, tal el caso de su participación en las Películas para no dormir: La habitación del niño). En lo atinente al relato, el cruce de terror, acción y humor tienen que ver con un clásico de De la Iglesia.

Está claro que no estamos ante una de sus mejores películas. De hecho, la anterior Mi gran noche (con un Raphael que la rompe en su protagónico) es ciertamente muy superior. Pero el relato cinematográfico funciona tanto en la acción como en el humor. Y eso de caerle a este realizador con lo de la explotación de la crueldad me parece un exceso. Es más: me parece un error.

La llama sigue al reguero de pólvora y los estómagos sensibles suman películas y directores. A este ritmo, todo largometraje que tenga un poco más de sangre, acción o violencia que La novicia rebelde corre el riesgo de ser catalogada con el mismo rótulo. Eso que he señalado en el cine de Michael Haneke, Michel Franco o Yorgos Lanthimos en estas misma páginas, veo que se endilga por allí a directores tan disímiles como Jia Zhang-ke (por Un toque de violencia), Park chan-wook (de su trilogía de la venganza para acá) o Sorrentino (La grande bellezza, Juventud). En todo caso, para precisar a qué estaba haciendo referencia con eso de “el cine de la crueldad”, me viene a la memoria el gran Nanni Moretti en Caro diario (1996) viendo en el cine Henry, retrato de un asesino (John McNaughton, 1986). Recuerdo las críticas de ese entonces y las ganas de hacer lo mismo que Nanni en la ficción aumentan. Allí comenzó a engendrarse esa idea de pretendida superioridad en estos acercamientos más ascéticos, supuestamente más realistas, que diseccionan la crueldad y la violencia con estudiada parsimonia y fría distancia. El mensaje parece siempre ser el mismo: “No es que el cine sea cruel, lo cruel es el ser humano”. No hace falta siquiera discrepar radicalmente con esta idea para advertir su inocuidad en cuanto a la carga valorativa que proyecta en el cine. Es que, aun cuando como hipótesis se admitiera su validez o verdad, ¿qué otra cosa que no fuera el sadismo nos llevaría a ver las películas que se quedan en esa oscura constatación? Puedo entender que una enfermedad es muy terrible, degradante, dolorosa, pero someter a un personaje a la tortura, sin empatía alguna, para el sádico placer del espectador es algo que me agota, me expulsa, me hastía.

Nada de esto sucede en el caso de Álex de la Iglesia (ni en los de Jia, Park o Sorrentino, claro está). Y ello es así por cuanto distintas son las miradas, los modos, las razones. Sea porque se dan en el marco de los géneros clásicos, sea porque el humor, el amor o la política moldean los límites de otra manera, la crueldad no es el fin único perseguido en sus películas. En lo que a El Bar particularmente respecta, debe tenerse presente que el exceso es una herramienta intrínsecamente ligada al humor, en sus diversas representaciones (no sólo cinematográficas). Así, el cruce entre terror y humor tolera una carga de explicitud mayor que no conlleva necesariamente a la explotación de la crueldad. Eso es lo que ha sucedido siempre en las películas del director bilbaíno, que ha sabido empujar los límites de lo aceptado y aceptable, jugando con los géneros (corroyéndolos y respetándolos) con lúdica oscuridad.

¿Necesitamos de un final tranquilizador o de una explicación ad hoc para no enojarnos con toda película que sobrepase determinados límites? Menos mal que en estas páginas no se sintieron ofendidos por la sobrevalorada ¡Huye!
En fin, que no me parece mal recordarlo: tanto o más dañino para el cine que la canonización de la crueldad puede ser la avanzada de una híper-susceptible policía moral que termine por imponer su epidérmica sensibilidad.  

 

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