Días perfectos

Por Marcos Rodríguez

Perfect Days
Japón-Alemania, 2023, 124′
Dirigida por Wim Wenders.
Con Koji Yakusho, Tokio Emoto, Arisa Nakano, Aoi Yamada, Yumi Aso, Sayuri Ishikawa y Tomokazu Miura.

La calma

Una señora barre la vereda afuera de la ventana. La luz del sol apenas empieza a mostrarse sobre Tokio y, en un departamentucho barato, Hirayama la escucha barrer y enseguida se levanta, dobla su cama y arranca su rutina. No habla, no tiene con quién hablar y, suponemos, tampoco tendría nada para decir. El protagonista de Perfect Days prácticamente no articula palabra en por lo menos la primera mitad de la película, en la que se suceden los días escandidos por rituales amables y repetidos, y apenas si dice algunas palabras en la segunda mitad, en la que empiezan a aparecer algunos personajes periféricos, que generan algunas alteraciones circunstanciales en esos rituales, sin llegar a anularlos. Todo en Perfect Days es repetición y detalle. Todo en Perfect Days es Koji Yakusho, ese actor enorme que parece haber encontrado en este personaje casi sin diálogos el vehículo perfecto para desplegar su arte.

Incluso en una película que casi no tiene diálogos, Wim Wenders se las ingenia para, a su manera y fiel a sí mismo, no dejar de ser discursivo: su visión sobre Tokio y sobre los días y las horas de su personaje Hirayama no deja de estar cargada de una dosis abundante de idealización, con una buena pátina de nostalgia y críticas a la modernidad. Hirayama, ese monje zen de los baños públicos, el raptado por la fugacidad de la belleza, el que vive plenamente el instante presente y está constantemente abierto, no deja de señalar su condición de marginal bello: es el único que se toma en serio su trabajo de mierda (valga el chiste), es el que todavía saca fotos con rollo analógico, el que escucha cassettes de música vieja (y ahora los jóvenes lo aprecian porque volvieron a ponerse de moda), el cool involuntario, el viejito sabio que sí sabe vivir. En torno a esa figura, que se erige a través de la repetición, de la sonrisa a medias de Yakusho, de los planos poblados de luz, surgen figuras breves, fugaces, que ponen en tensión ese supuesto paraíso de la modestia: su subordinado, la chica que le gusta, la dueña de un bar, el vagabundo bailarín, la sobrina que no está satisfecha con la vida adinerada que organiza su madre. Todas estas figuras (que podrían ser más, podrían ser menos) no llegan casi a alterar la vida de quien parece haber elegido apartarse de la vida para encontrar, en cambio, la calma.

Toda esta idealización, por otra parte, se vuelve robusta en la medida en la que la película de Wenders se pliega al quehacer cotidiano del protagonista, en general descarta los grandes gestos grandilocuentes (esos tan Wenders) y, metida en la minucia de fregar inodoros y comer sanguchitos de paquete, deja lugar al registro, a la luz, en definitiva, al cine. En la medida en la que Perfect Days se dedica más a disfrutar con lo que filma, y no tanto a denunciar los males de los otros, se vuelve disfrutable porque, en definitiva, el cine fue hecho para filmar la luz que baila en los árboles y, parece, para explorar la variada belleza arquitectónica de los baños públicos de Tokio. No es menos cierto que Perfect Days es disfrutable también porque es precisamente Koji Yakusho quien le pone piel, cuerpo, arrugas, miradas, angustias y humanidad a un personaje que bien podría haber sido un esquema de lección de vida y, gracias a su estar siempre un poco corrido, termina por insinuar con su personaje mucho más de lo que la película parece querer decir.

También son claves, en ese sentido, las secuencias oníricas que puntúan la película y marcan el paso de un día al siguiente: especie de resumen en blanco y negro, pero también juego libre, variación plástica, deambular sin rumbo por las imágenes que ya vimos, recompuestas y superpuestas, extrañadas y reconocibles a la vez. Ese pasear nocturno por las imágenes liberadas, opuestas a las imágenes diurnas (que tampoco son, digamos, pura funcionalidad narrativa ni mucho menos, pero sí se hilvanan con su caminar lento en una trama clara), abren de forma explícita una dimensión que está expuesta en la película de día, pero de forma más rígida y más discursiva.Los días perfectos del Sr. Hirayama no están compuestos únicamente por momentos bellos (por breves o pedestres que sean) ni por relaciones felices: también hay un pasado insinuado, hay problemas y cansancios y, tal vez, dudas. La perfección no está en lo hecho ni en lo que se deja hacer, sino en la plenitud de cada momento: un cine mindfulness para el siglo XXI. En ese sentido es que Hirayama se despliega casi como un niño frente a cada situación: con seriedad cuando se la requiere la tarea a mano, pero también con una sonrisa siempre dispuesta. En ese sentido es que el plano final, tal vez el más bello de la película, se carga de sentido y de fuerza. Es probable que solo Koji Yakusho, o alguna otra criatura de puro cine, se pudiera bancar un plano así.

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