La vida de Adele

Por Federico Karstulovich

La vida de Adele (La vie d’Adèle – Chapitre 1 & 2)
Francia, 2013, 180′
Dirigida por Abdellatif Kechiche
Con Adèle Exarchopoulos, Léa Seydoux, Salim Kechiouche, Mona Walravens, Jeremie Laheurte, Alma Jodorowsky, Aurélien Recoing, Catherine Salée, Fanny Maurin,Benjamin Siksou, Sandor Funtek, Karim Saidi

 , algún día (*)

A Ce, si

La gente llega. De manera inesperada, con raptos imprevisibles. Se instala y se va. Como demonio de Tasmania. En La mujer de la próxima puerta (Truffaut, 1982) se producía una atracción físico-química entre dos entidades como si fuesen planetas chocando. Aquel director reelaboraba una tradición excesiva y desesperada del melodrama e intentaba hacer una actualización doctrinaria. De hecho el melodrama se lleva demasiado bien con la exageración, el exceso, el grito, las lágrimas a raudales.

La vida de Adele, en cambio, es un melodrama bressoniano. No sólo por su preferencia significativa de los primeros planos con respecto al resto de la escala fílmica, sino por su modo de configurar el espacio, como una tentativa física en estado burbujeante, donde todo es táctil.

Al igual que en Bresson, en la obra maestra de Abdellatif Kechiche (por infinita distancia, lo mejor de toda su carrera y seguro que mejor de todo lo que vaya a hacer luego) los planos se disponen entre sí en un cierto orden pero también tienen autonomía. Hay algo de pictórico en esa decisión pero no por ello menos cinematográfico.

Una de las pocas ocasiones en donde se abandonan los planos cortos es cuando observamos a las dos bellísimas protagonistas cogiendo del modo más documental posible, en una escena lésbica de una capacidad infrecuente para transmitir a la vez amor y calentura. No es casualidad esa decisión.

La película, como la relación palpitante que entablan Adele y Emma, asume formalmente un mismo principio de expansión y contracción. Cuando contrae y reúne, vemos planos más amplios, momentos de comunión y reunión, como si fuesen planos casi rituales. Luego, con el retorno de los planos fragmentarios, el mundo de los personajes se hace más inestable, cambiante, mutante. No obstante esto no es signo de nada: ni radiografía de una relación con idas y vueltas, ni radiografía del proceso de un autodescubrimiento sexual ni radiografía de una época, sino, por el contrario, es un teorema sobre las intensidades.

Emma y Adele son una intensidad.

Una intensidad no tiene que ver con la exageración, ni con la hipérbole ni con el romanticismo. Eso dejémoselo al melodrama tradicional. Aquí, en La vida de Adele no hay mayores sobresaltos luego de que la pareja protagónica se conoce. Muy por el contrario, la relación se naturaliza y se establece una continuidad relativamente “estable”.

La intensidad a la que me refiero es un proceso de individuación de a dos, que sólo se da ritualmente, tal como dije antes, en procesos de comunión. Esa intensidad le da cuerpo a lo que no tiene nombre entre Adele y Emma (de hecho la película se cuida de no normativizar la relación entre las dos protagonistas para no convertir el asunto en una película de “issues”, sino que busca por un lado distinto tanto frente a la tradición conservadora como a la tradición progre) y por ahí viene el asunto de Bresson.

El cuerpo en la película es la vía ritual (paralela a la de la vida en pareja de las mismas protagonistas inclusive, como si se produjera una disociación entre la convivencia y esas “intensidades”, esos momentos de encuentro mutuo) pero no para probarle nada al mundo (Bertolucci se puede ir bien a cagar) en torno al sexo, sino utilizando al sexo como vía de redescubrimiento de una relación.

El sexo, aquí, entonces, no funda algo distinto, sino que comulga, extáticamente, a dos personas convertidas en una entidad, un monstruo hermoso de dos cabezas y vaginas conectadas. Yo sé que toda esta descripción puede hacer parecer que lo sexual y el sexo en si es el centro de la película, pero nada que ver: es un momento distinto, paralelo al del drama amoroso de dos personas fascinadas mutuamente.

En La vida de Adele el sexo es la confirmación de una entidad sin nombre que, cuando se rompe es mucho más grave que la ruptura de la pareja (algo que en la película puede preverse, entre otras cosas, por un sofisticado manejo del color escenográfico): es el fin de algo único, el fin de la comunión (algo complementario al placer físico). Por eso los planos genitales, los planos detalle de los dientes, de las bocas, de los pezones, de los dedos, de los culos, de los hombros no son menores: sobre ese mundo de partes, la comunión los junta intermitentemente.

A las intensidades también hay que cuidarlas, parecen decirnos las dos protagonistas. Darle nombre a una intensidad puede matarla. Minimizarla en búsqueda de una figura trascendente (novio, novia, marido, mujer, pareja, etc.) puede ser el principio del fin. Eso que no tiene nombre, ese demonio de Tasmania que va más allá de la figura de la pasión es la expresión de la individualidad doble y polimorfa que constituyen Emma y Adele y está en esa cosa innominada lo verdaderamente liberador y emocionante.

Cuando ese demonio se va (o se lo echa, o se lo busca definir artificialmente), sale de su órbita privada y secreta, deja rastros por todos lados, que en la película tienen forma de lienzos, de pinturas, de pedazos de uno con el otro en las paredes. Como si fuera el testimonio de una masacre, como si fuera la indagación de los restos tras una orgía, como si se accediera al epicentro de un huracán tras su retirada.

En silencio, con los vestigios de su vida anterior, de la intensidad de la que supo ser parte, Adele se retira. Ya no hay palpitaciones ahí. Y la vida sigue. Es menos la historia de un enamoramiento que el proceso material del amor entre las personas el milagro que logra Abdellatif Kechiche.

Adele se va en silencio, sin querer cruzarse con una puta alma como si acabara de salir de la estructura de un sueño, como si el mundo adulto volviera a ser una masa de experiencias menores. Piensa. La calle es una combinatoria.

La gente llega, de manera inesperada, con raptos imprevisibles, algún día.

(*)Publicada en El Amante cine, enero de 2014

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