Listen Up Philip 

Por David Obarrio

Estados Unidos, 2014, 109′.
Dirigida por Alex Ross Perry.
Con Jason Schwartzman, Elisabeth Moss, Krysten Ritter, Joséphine de La Baume, Jonathan Pryce, Jess Weixler, Dree Hemingway y Keith Poulson.

El artista acorralado

El cine independiente puede ser un veneno. La comillas se pueden ahorrar; que el lector las ponga donde le quede conveniente. Digámoslo así: las películas de Alex Ross Perry fermentan. Entre una película y la siguiente hace de las suyas un efecto que es menos de decantación, de reformulación, o de graduación de temas, angulaciones, procedimientos o herramientas que de enturbiamiento, cambio de estado. ¿Para mejor o para peor? ¿Se convierten en alimento o se pudren? El vuelo más o menos novedoso de sus películas precedentes asumían el riesgo de conectar con ciertas porciones del mundo contemporáneo –acotado, autista, resignado a farfullar con alevosía las tribulaciones propias de las neurosis del arte y sus desventuras adyacentes- con la conciencia y el desparpajo de quien hace de ese universo una fiesta con glamour decadentista, ofrecida para impresionar y seducir a los que miran de afuera, la ñata emocionada contra el vidrio. Ahora, la vulnerabilidad de los personajes, especialmente el protagonista interpretado por Jason Schwartzman (a esta altura, casi un epítome del hombre devorado por una incapacidad para la felicidad que resulta menos elegante que vulgar y desastrada), se convierte en una marca de estilo, casi un fetiche; como si el director escarbara un poco a tientas en películas veneradas para construir un fresco más bien indolente sobre la misantropía como el sustento secreto de todo arte verdadero. 

Schwartzman hace de un escritor narcisista a punto de publicar su segunda novela. Tiene una inestable novia fotógrafa (Elisabeth Moss) y un ídolo reticente, más bien recluido, especie de mentor en las sombras (Jonathan Pryce), presumiblemente inspirado en la figura de Philip Roth, el inevitable tótem de Newark. Ese triángulo le basta a Ross para ejercer algunas de sus piruetas circenses más celebradas, con muchos de los tics que se le atribuyen al ambiente intelectual neoyorkino: su vitalidad lúgubre de soledad y puestas de sol, la melancolía de una ciudad del color del cobre, con solos bluseados de trompeta de fondo, como si más que de una ciudad se tratara de una estado mental anclado en el pasado, una fantasía de Nueva York sin tiempo, ajena a las contingencias bajas del presente. El director trafica con ideas recorridas; no importan los cortes abruptos de sus escenas, la cámara en mano, los primeros planos agobiantes, la voz en off de un narrador inasible, montada en un envaramiento que no deja asumir del todo una elegancia irónica. En realidad, la forma es un terreno en el que queda servida la invectiva dirigida a la futilidad del arte. La presunción de su naturaleza salvadora no es sino una mascarada para la inestabilidad y la insatisfacción de sus cultores, esa avidez por poner los pies en la tierra, de embriagarse de vida en encuentros sociales boicoteados hasta la náusea para atravesar su esencial impostura y pasar al otro lado, como superhombres o dioses ebrios de una lucidez que los redime y también los condena. De eso parece estar hecho el arte para Ross. Infelicidad, derrumbamiento psíquico, inadecuación a un mundo que no concibe la falta de escrúpulos burgueses ni acepta con facilidad, al final, la sensibilidad regia de los artistas. 

Listen up Philip puede ser vista como una fábula irregular sobre creadores castrados –pertenecientes a ese grupo selecto que en un instante fatídico se ven alcanzados por el rayo de una duda definitiva, aniquiladora-, o como la enfática animosidad del director sobre su propia obra, de la que ahora decide mostrar sus puntos flojos, sus trucos brillantes, sus engañifas. ¿El desencanto del protagonista de la película es el mismo del director? Solución rápida, de las que acuden fácilmente para terminar de sellar el pacto que sindica al cineasta como el responsable absoluto de la película y consagrarlo como “autor” en el mismo impulso. 

En todo caso, Ross es responsable de su estilo, de sus repetidas destrezas para la dirección de actores, del encanto trillado con el que sus personajes no terminan nunca de perderse del todo, de sus brazadas agónicas para mantenerse a flote en la corriente que los arrastra. En suma, de aquello que convierte sus películas en postales destinadas a exhibir con regularidad conmovedora –digna de una administración de correos imperial de antaño- el modo en que la intelectualidad cool neoyorkina se observa a sí misma, publicitando con entusiasmo su neurosis, apelando a la memoria clínica con la que un tropel de películas acude a la mente. El director es un coleccionista de síntomas y acaso, todavía, aunque filme con cierta regularidad, el cronista no del todo reconocido de un deporte solemne, contrito, en el que los artistas son perseguidos por los fantasmas que salen de sus cabezas.  

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